domingo, 26 de abril de 2009

El funeral. Final

Entonces mueve los labios haciendo el papel de extra en esta obra de teatro y descubre incluso a su padre, el hombre más ateo que jamás conoció, recitando un padre nuestro al pie de la letra. Su padre es un gran actor también, ¡Aquí todos deberían estar en Broadway!
Pero papá no, René piensa que papá tiene miedo, le aterra la idea de morir. Por eso recita las oraciones, amparándose en las divinas palabras de esperanza escupidas por el sacerdote.
También piensa en el último suspiro de tío Luis, ¿era consciente del poco tiempo que le quedaba? ¿Qué sintió al desvanecerse en el suelo? Lo que más llama la atención de René es pensar en el momento exacto en que su tío perdió la conciencia. ¿Cuándo dejó de ser tío Luis para pasar a convertirse en un cadáver frío e inexpresivo? ¿Se dio cuenta de que estaba muriendo? René duda si pudo sentir miedo o libertad. René prefiere no pensar más. Prefiere cerrar los ojos y dejar que todo fluya. Entonces el sacerdote se acerca al féretro con algún objeto extraño y mientras dice Padre, perdona a Luis todos sus pecados, deja caer unas gotas de agua sobre el ataúd.
La palabra pecado pone la piel de gallina a René, en este momento desearía exterminar al cura, acercarse a él y levantándolo en el aire amenazarlo. ¿Qué pecados, de que pecados estás hablando desgraciado?
Tío Luis era una persona humana, con sus debilidades y sus fallos, pero René está seguro de que aquel, era uno de los hombres más nobles que jamás había conocido en vida. No se merece que una palabra tan sucia como pecado manche un momento de por sí ya, suficientemente sucio.
El pianista vuelve a tocar y el sacerdote despide el féretro, mientras, un tipo con gafas y camisa a rayas empuja el ataúd hacia el exterior, justamente por la misma puerta donde el regidor espera para felicitar la magnifica actuación del actor que ha asumido el papel de cura.
Todos han estado geniales. Incluso René. Me he comportado justamente como hay que comportarse, se dice a si mismo mientras coge aire preparándose para el momento final. La llegada al cementerio debe superar con creces la espera en la habitación y la misa de difunto. René está delgado, muy delgado, no ha comido nada, respira con fuerza, debe aguantar el tipo, quiere aguantar el tipo.

En el exterior, el coche fúnebre abarrotado de flores espera detenido a que los familiares formen fila para seguir el féretro hasta el camposanto. Dora abrazada a mamá camina por delante. René prefiere avanzar detrás. Siempre junto a su primo Jesús. Está seguro de que no volverá a verlo en mucho tiempo, tal vez hasta el próximo funeral, o bautizo o cualquiera de las celebraciones familiares de obligada presentación. El caso es que quiere estar con él hasta el final del entierro. René mira a su prima, en un momento se avergüenza de que sus ojos la hayan seguido hasta las piernas, recorriendo la vista por las montañas que forman sus insinuantes caderas. Es normal, se dice a sí mismo. Mirar algo bello, si no descubro algo fascinante en medio de un lugar tan terrible, mi mundo en el que todo fluye, dejará de hacerlo, todo se congelará.
René mira entonces al cielo y a un pájaro que vuela bajo. Luego su mirada se desvía hacia el coche fúnebre que ya roza las puertas del cementerio. Es un lugar antiguo, entonces piensa en la cantidad de memorias borradas que descansan allí. Memorias dispersas por el viento y por los huesos, y por las flores, y por el humo.
El humo sale despedido del crematorio. A tío Luis no lo van a sepultar. Al parecer nunca tomó parte en estos asuntos, parecía darle igual, por él, que lo quemaran, así todo sería más sencillo. Don Alejandro cruza un vistazo con René y sonríe cariñosamente.
Éste le devuelve la mirada y continúa vislumbrando el coche que se detiene a las puertas de los hornos. Del automóvil baja un tipo grande y corpulento, lleva una camisa azul con el sello de la funeraria estampado en el bolsillo izquierdo. Se acerca a mamá y le estrecha la mano diciéndole que lo siente mucho. Entonces se gira y quita una a una las coronas de flores que decoran el coche. René lo sigue con la cabeza y descubre un gran promontorio de coronas como las del coche de tío Luis, todas indiscriminadamente puestas de mala gana unas encima de las otras.
La última flor es tirada con olvido, no es el último. Esta tarde hay varios funerales, vendrá otro coche y con más flores, tapará el recuerdo dedicado a tío Luis.
El monte de coronas destabiliza el mundo de René, ahora si que se está ahogando de verdad. Pero no se ahoga en un océano de agua, se ahoga en un océano de flores que se hunden unas sobre otras, las más nuevas sustituyen a las más viejas, y así funciona el eterno ciclo entre la vida y la muerte.
El féretro es sacado sobre una mesilla con ruedas de metal. Entonces, el tipo corpulento ayudado por otro de más baja estatura lo empuja por una cuesta que desaparece tras una pared blanca y lisa. René mira por última vez y sin poder congelar la imagen, el ataúd desaparece en la lejanía.
El tiempo se acabó, piensa René mientras observa los rostros compungidos de los familiares. ¿Y ahora qué? Ahora nada. Fluyan mis lágrimas, dice René.

No hay comentarios: