sábado, 18 de abril de 2009

El funeral. Parte II

René mira a su primo y le pregunta si lo ha visto. Jesús no entiende bien, pero responde. Supone que se refiere al cadáver de tío Luis. Contesta que sí, que lo vio esta mañana, nada más llegar.
-¿Y la caja? ¿Es de madera?- Dice René con los ojos desencajados. Sabe que su primo se extrañará. No entiende esta obsesión por saber si la caja es de madera o no, tal vez sea la excusa perfecta para verlo, para comprobarlo con sus propios ojos.
En el fondo tiene miedo, no sabe con que puede encontrarse. El rostro de la muerte es anónimo. Ha visto incontables muertos en el cine pero nunca antes había sido un rostro tan familiar. Un rostro con el que ha compartido horas y horas de vida. Le debe tanto a tío Luis que se siente obligado a devolverle una última mirada, una última sonrisa de amistad, porque si algo era René, además de sobrino, es admirador.
Admiraba a su tío, tanto que incluso había copiado su firma. En el permiso de conducción, junto a la fotografía, había una marca de lo más peculiar. Era exactamente la misma firma que año tras año había visto dejar plasmar a su tío en todos y cada uno de los documentos en los que trabajaba. Ahora, esa firma habría desaparecido en el olvido. De aquella forma inocente e involuntaria, René había conseguido mantener en esta dimensión una parcela de vida ya muerta.
¿No quieres verlo verdad?- Pregunta Jesús sacando a René de un mar de conjeturas extrañas. René no dice nada, termina su copa y espera a su primo para volver a la habitación. Cuando regresan no hay tanta gente como antes, en cambio, el número de familiares ha aumentado. Ahora puede ver a papá y a mamá que están sentados junto a Dora. También puede ver a Laura, una prima segunda con la cual no tiene relación, es joven y guapa. Junto al cristal, Don Alejandro mira el cadáver de tío Luis. Don Alejandro es un señor alto y delgado de bigote espeso. Antiguo vecino y amigo de la familia.
René se sienta de nuevo en el sillón de terciopelo y espera a que el cristal quede solo. Sí va a mirar a través de el prefiere hacerlo en la intimidad, no quiere que nadie se entrometa en un momento tan delicado. Espera unos segundos mientras lee el periódico y entonces se levanta. Sus pasos son lentos e inseguros, como los pasos de un ajusticiado intentando retrasar su final en el patíbulo. Ahora mismo René es un condenado a muerte, se dirige inevitablemente hacia la horca, en cuanto vea a tío Luis su universo explotará dramáticamente. No quedará ni un atisbo de esa belleza que había conocido a lo largo de estos años. René roza el cristal, su aliento lo empapa. Apenas puede ver ya que una cortina cubre la mampara. Observa a su lado un diminuto mando con las indicaciones de una flecha hacia arriba y hacia abajo. Aún está a tiempo de volver al sillón de terciopelo y no deteriorar así la última imagen viva de su tío.
Por un momento piensa, su valor se tambalea en una cuerda floja. Entonces agarra el mando y presiona sobre la flecha hacia arriba. La cortina se abre tímidamente, como sí fuese una puerta al otro mundo, una ventana que contacta con el más allá, con la otra orilla de la vida, allí donde todos reposan en paz a salvo de los ajetreos vitales.
El cristal queda desnudo y René descubre a un completo desconocido dormido en una caja. Observa y reflexiona, parece que el ataúd es de madera, pero no está seguro del todo. Mira la habitación, no quiere detenerse en analizar el cuerpo que posa ante él. Es extraño, tiene todos los rasgos de tío Luis pero sin embargo no es él. ¡Maldita sea! ¿Qué le ha pasado en el rostro? Su piel se ha vuelto tersa y blanquecina, su nariz, fina como la delgada línea entre la vida y la muerte. El tabique nasal ha desaparecido. Sus orejas han tornado en pico, y sus labios, apenas queda sangre en los labios, se han encogido hacia dentro como un suave trazo negro en el papel. Lo mismo ocurre con sus ojos. Sus ojos están cerrados, serios, su semblante es otro. Este no es el rostro del tio Luis, un desconocido se ha apoderado de él. Entonces recuerda todas esas historias sobre el alma y su trasmigración. ¿Será cierto todo aquello sobre la resminiciencia? ¿Sería verdad que tío Luis había estado poseído por un alma que a día de hoy ha desaparecido por completo? ¡Me importa un carajo! Este hombre no es mi tío, se dice a sí mismo una y otra vez. Este hombre está muerto y no me reconoce. No puede sonreírme cuando me acerco. Tiene el rostro de la indiferencia. Tiene una máscara.
¿Y su memoria? Su memoria ha sido borrada como el disco duro de un ordenador. Todo fluye, todo fluye río abajo, todos esos momentos han sido devastados por una masa de agua incontrolada que corre desbordada hacía la nada. Y la riada se lo lleva todo, no deja un mísero recuerdo. Lo peor de la muerte es que no te deja si quiera un salvavidas al que agarrarte. Ahora René se ahoga en un trasatlántico sin botes ni flotadores. La muerte no da tregua colega, no da tregua.
-Es como si estuviese en un plácido sueño…- Dice una voz femenina justo al lado de René. Éste se gira y descubre que se trata de la mujer de melena rubia que anteriormente había estado consolando a Dora. René no la conoce pero habla con ella. Se presenta, al parecer, aquella mujer había sido durante muchos años una especie de hermana para tío Luis. Se habían criado juntos cuando eran pequeños pero desde hacía años, nada sabían el uno del otro. René supone que eso que dicen sobre los lazos familiares nunca ha estado muy bien visto entre los suyos. Parece que en su familia todos son seres individuales, nadie sabe nada de nadie hasta que mueren. Hasta que Dios llama a su seno a alguno de los nuestros.
-¿Crees en Dios?- Pregunta la hermana perdida de tío Luis. René ve estupido reflexionar ahora sobre el tema. Al fin y al cabo, no importa mucho. No le consuela, si Dios existe debe tener un abogado de lo más eficiente y profesional.
Ambos quedan delante de la cristalera mirando hacia el féretro. René asegura que no conoce a su tío, que no lo entiende, de repente, sus gestos, su expresión ha cambiado. La mujer del pelo rizado advierte que eso es lo que hace la muerte con las personas, los convierte en fantasmas.
Un timbre saca a ambos del estupor. Es el teléfono de la habitación. Mamá dice que es la hora. Que deben irse de la habitación, la ceremonia va a comenzar y en la capilla el sacerdote está esperando para soltar el sermón previo al entierro.
Todos bajan por unas amplias escaleras, es curioso, pero apenas queda nadie para la misa, sólo unos desorientados familiares que bajan sin mucho animo escalón tras escalón.
Este lugar tiene un aire extraño, René no está seguro si transmite alegría o tristeza. En todo caso, el ahogo no ha desaparecido de su corazón. En recepción, y justo encima de la cabeza de la chica que atiende el teléfono, un cartel luminoso indica una serie de nombres con números a un lado. Es como la salida de los trenes, como los títulos de las películas a las puertas de un cine. Los nombres de los fallecidos se indican con el número de la habitación a un lado.
A lo lejos puede ver la gran puerta que te absorbe hacia la capilla. Un pianista malpagado deja sonar unas tímidas notas mientras todos se sitúan en el lugar correspondiente. René se sienta al lado de su primo Jesús. Desde allí ve como el sacerdote aparece por una estrecha puerta, la cual no sabe a donde lleva. Tal vez sea parte del decorado, tal vez detrás esté el regidor, el iluminador y el técnico de sonido observando el espectáculo. Tal vez detrás de aquella puerta esté tío Luis, disfrutando con arrogancia, del magnifico drama que han preparado.
De repente todo el mundo se pone en pie, el cura ha hablado y René ni siquiera se percata. Sentado, mira hacia una estatua de sabe dios que santo. Don Alejandro le hace un gesto desde el otro lado, René se levanta y observa la ceremonia desde la distancia espiritual. Queda sorprendido de que todos sepan las oraciones, de que todos la reciten al pie de la letra. Él desde luego no tiene ni la más remota idea de lo que hay que decir.

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