martes, 7 de abril de 2009

El gusto de la nada. Parte II

-¿Me deja salir?- Dice la chica que no me entiende. Me mira entonces y sonríe. Rara vez te sonríen cuando dejas pasar a alguien. Ni siquiera yo lo hago, tal vez ella sea un caso especial, tal vez ella sea una persona única y diferente. Nunca lo averiguaré, el autobús se para, abre las puertas y ella desaparece perdiéndose en la inmensidad de la ciudad.
Al llegar a casa no tengo mucho que hacer. Siempre me quito la ropa y tras buscar las zapatillas me tumbo en el sofá. Al principio solía escribir, mucho. Ya no. Ahora veo la televisión. A veces me da asco mirar hacia la pantalla, pero el cuerpo se acostumbra.
Por la mañana desayuno y vuelvo al trabajo, de nuevo me convierto en gilipollas y ayudo a buscar libros a aquellos pobres de espíritu que ni siquiera saben seguir el orden del abecedario. A, b, c, d, ¡coño, es bien sencillo!
Saludo a Mónica, trabaja en préstamos. Me gusta, podría decir que está como un queso pero realmente no es para tanto. Mi gusto se aliena, se vuelve conformista. Supongo que es culpa de la televisión, antes prefería escribir que ver los estúpidos programas de pornografía, o de videncia, o de pornovidencia, tampoco importa mucho, hoy día todo tiende a fusionarse. Hoy todo me parece pornografía barata. Supongo que ese mundo en blanco y negro lleno de estilo y glamour era una farsa de Hollywood. El caso es que cuando yo piso la calle sólo veo pornografía. La gente ya no habla, la gente goza, se comunica a través de orgasmos, y yo los miro mientras ellos creen que mueren de placer. Con sus peinados a la moda, con sus trajes de chaqueta naranjas, rosas y púrpuras los días de fiesta. Y a mi me da asco. Todo es porno u obsceno. Salvo ella. Ella es diferente. No tiene nombre, incluso la había olvidado.
Me despido de Mónica, le miro el escote discretamente, ella no tolera que sea imbécil, esa excusa no le sirve. Voy caminando lentamente hacia la parada, hace calor, vivir en el sur es detestable durante los meses de verano. Un coche descapotable avanza rápidamente hacia mí, tal vez me abra las puertas y una rubia despampanante me invite a subir. Tal vez me lleve lejos de aquí. Nada de eso ocurre, pero mientras el descapotable pasa por mi lado me deja escuchar unas notas de John Coltrane. Estupendo, no es una rubia pero durante una milésima de segundo fue Coltrane. Ahora llevo su melodía dentro de mí. Justo lo que necesito para el trayecto de vuelta a casa.
Subo al autobús y busco mi sitio. Está libre. Me siento y miro por la ventana. Durante las próximas tres paradas suben un sin fin de gilipollas más. Ninguno se sienta a mi lado, van ocupando las filas delanteras. Un tipo gordo y feo llega el último, mira mi asiento y finalmente acaba sentándose en el otro extremo. ¡Genial! El calor debe convertirme en un monstruo con el que nadie desea compartir asiento.
Entonces, en una de las paradas, concretamente en la Avenida Carlos II, una chica delgada y de rostro dulce entra en el autobús. Recorre el pasillo y ¡bingo! Se sienta a mi lado, John Coltrane en mi mente y la belleza a mi lado. ¿Se le puede pedir más a un mundo pornográfico?
La chica lleva un pantalón vaquero apretado, sus hombros al descubierto, sólo tapa su pecho una blusa que se enrosca alrededor de la espalda. Su larga melena negra va a juego con unas gafas de sol cuadradas que apenas me dejan investigar su mirada. Presiente que la miro, recojo los datos adecuados y juego con ellos en mi imaginación mientras continuo mirando a través de la ventana.
Entonces una vieja se acerca, llena de arrugas y con la decrepitud en los brazos. Y la belleza se esfuma.
-Siéntese aquí señora- Dice la chica levantándose lentamente de su asiento. Al cabo de dos segundos la vida se ha convertido en muerte. La belleza se ha transformado en fealdad y tristeza. Entonces me reconozco en la anciana y me entra una sensación de ahogo y desesperación. Porque entonces me acuerdo de la muerte, y yo no quiero morirme. Aquella joven era demasiado dulce y bondadosa, estaba bien, no era pornografía como las demás. Entonces recuerdo a la chica que no me entendía y que sonreía al salir del autobús, y pienso que en menos de dos semanas he conocido a dos chicas sensacionales, y por eso yo no quiero morir.
La vieja me mira y me sonríe. Le hago un gesto de complicidad, parece una persona entrañable. Dos paradas después, la chica de las gafas cuadradas se evapora entre el resto de transeúntes.
Llego a casa y me preparo algo de cenar. No tengo hambre. Esta noche me acuerdo mucho de la muerte. Es curioso como sin conocerla, la recuerdo más a ella que a mi madre, o a mi padre. Ellos si la conocieron, murieron no hace mucho.
Eran viejos, como la anciana del autobús. Tal vez por eso deteste tanto la vejez, tal vez por eso no me gusta que ningún abuelo se siente a mi lado. Porque son como un recuerdo doloroso pegado a ti.

1 comentario:

j.blesa dijo...

La gravedad se va asentando y el motivo del autobus es un hilo conductor genial. El relato tiene un carga metaforica inmensa y muy intersubjetiva. Great!