Siempre me había animado, eso jamás podré negarlo. Pero su más que sobrado entusiasmo y confianza hacia lo que se supone mi alma creadora no me alentaba para nada a escribir, más bien, me evocaba sueños prohibidos que recrear en ese momento. Sus grandes ojos, su sibilina figura, ese porte tranquilo, que asegura un gran fuego tras acercarte lo suficiente, su cálida voz y el negro pelo, que caía creando graciosas figuras en su blanca espalda, pensé que serían suficiente inspiración para este pobre hombre acostumbrado a la soledad. Pero el tiempo, inexorable, egoísta y demasiado sincero para mi gusto, mostró, una vez más, cual era la realidad.
Inexplicablemente, la Musa impedía crear al artista, y este, hastiado, tuvo que huir de su inspiración para poder inspirarse.
Es curioso, pero ahora que la tengo lejos, sin su exuberante luz cegándome y prohibiéndome la escritura, la veo como en penumbras, y al no poder examinar cada detalle de su perfección, se me antoja más perfecta. Mi imaginación recrea aquello que no recuerda, retocando quizás aquí y allá, volviéndola casi inhumana, irreal, inaccesible. La Musa, ya lejos de mi dominio, vuelve a sus bosques y a sus aguas, manantial real de su poder, y se convierte nuevamente en la fruta prohibida que había dejado de ser mientras yacía en mi lecho.
Y es que las Musas, como las Sirenas, deben ser mantenidas lejanas, pues mientras las segundas pueden acabar con tu vida, arrastrando el navío demasiado cerca de las rocas, las primeras, más maravillosas, más seductoras y, al fin, más peligrosas, pueden acabar con tu alma.
Ahora la añoro, pero ¿No es en la inmortalidad de la pluma donde mejor ha de estar aquella que ha nacido para no ser corrompida, para jamás ser víctima de la sucia mirada de lo vulgar? Debo pues dejarla yacer en sus verdes prados, evitando así, quizá, ser yo la perdición de su alma encantadora, deliciosa...
Qué oscuro, maravilloso y seductor puede llegar a presentárseme la mujer. Pero cuán peligroso, abrumante y engañoso puede llegar a ser la hurí en la realidad.
Inexplicablemente, la Musa impedía crear al artista, y este, hastiado, tuvo que huir de su inspiración para poder inspirarse.
Es curioso, pero ahora que la tengo lejos, sin su exuberante luz cegándome y prohibiéndome la escritura, la veo como en penumbras, y al no poder examinar cada detalle de su perfección, se me antoja más perfecta. Mi imaginación recrea aquello que no recuerda, retocando quizás aquí y allá, volviéndola casi inhumana, irreal, inaccesible. La Musa, ya lejos de mi dominio, vuelve a sus bosques y a sus aguas, manantial real de su poder, y se convierte nuevamente en la fruta prohibida que había dejado de ser mientras yacía en mi lecho.
Y es que las Musas, como las Sirenas, deben ser mantenidas lejanas, pues mientras las segundas pueden acabar con tu vida, arrastrando el navío demasiado cerca de las rocas, las primeras, más maravillosas, más seductoras y, al fin, más peligrosas, pueden acabar con tu alma.
Ahora la añoro, pero ¿No es en la inmortalidad de la pluma donde mejor ha de estar aquella que ha nacido para no ser corrompida, para jamás ser víctima de la sucia mirada de lo vulgar? Debo pues dejarla yacer en sus verdes prados, evitando así, quizá, ser yo la perdición de su alma encantadora, deliciosa...
Qué oscuro, maravilloso y seductor puede llegar a presentárseme la mujer. Pero cuán peligroso, abrumante y engañoso puede llegar a ser la hurí en la realidad.