jueves, 20 de marzo de 2008

Hotel Beat. Parte II



Sentado en la cama busqué en la maleta de viaje, llevaba algo de alcohol en la petaca, me serviría para comenzar el delirio, y mi pistola, mi ya clásica pistola, llevándomela a la sien apreté el gatillo, estaba descargada… mi otro yo había tomado precauciones la noche anterior, como si por una vez en la vida hubiese tenido algo de importancia aquella desoladora novela que un Dios incompetente escribía en la oscuridad del firmamento.
La máquina de escribir, mi arma y yo, completamente solos en una extraña habitación impregnada de palabras, ¡divinas palabras! Rodeado de ellas y sin poder utilizarlas para acabar la novela, era como estar muriendo de sed en mitad de un océano. Asomado a la ventana intenté buscar la Torre Eiffel, fue inútil, aquello no era como en las películas, por mi ventana no se disfrutaba ninguna vista maravillosa del Paris en blanco y negro, solo veía una encrucijada de escaleras arriba y abajo, sombras, bombos de basura y alguna que otra deshilachada camisa ahorcada en un tendedero.
Con los ojos ligeramente encorvados leí el título aun indefinido que llevaría mi escrito, El Almuerzo Desnudo, así es, ya tenia al editor esperando mi primer borrador, le había prometido que estaría terminado el doce de mayo, el problema es que en los últimos meses desde mi partida de Tánger había atravesado lo que se dice una racha especialmente negra. El dinero nunca me faltó, procedía de una vieja familia burguesa, mi abuelo fue el fundador de la Burroughs Adding Machines, empresa que aun sobrevive aportándome un capital que me permite viajar de aquí para allá sin necesidad de preocuparme, me da lo que se llama una vida placentera y lujosa, dedico mis horas a la escritura y la heroína las cuales se han convertido en la máxima de mi espíritu. Era la demencia en persona.
Al no poder continuar el libro cogí un papel, bolígrafo en mano practiqué la libre escritura, era este un proceso puramente místico y personal, una forma de expresión que no te traicionaba jamás, muchos críticos conservadores me culpaban de la falta de coherencia y de no seguir un patrón de narración establecido, pero eso a mi no me importó jamás, me evadía con mi dosis diaria de morfina y mis pensamientos al azar lanzados contra el papel. A las nueve de la noche salí de mi habitación, es cierto que cuatro paredes y la soledad como reclusa son buena compañía, pero el hombre necesita del hombre, incluso el más misántropo de los misántropos busca el calor humano en el peor de sus momentos. Le pregunté a la dueña del hotel por un sitio en el que se pudiese comer decentemente y a buen precio, Le Petit Café me indicó, un lugar al que asistían todos los bohemios parisinos y que con el paso del tiempo utilicé decididamente como cueva en la que hojear el periódico y fumar algún que otro puro habanero, era un lugar agradable sí, sólo le faltaba que permitiesen chutarse allí mismo, entonces seria mi cielo, mi campo elíseo, mi amor de juventud. ¡Oh pobre Jane! Que desafortunada era pudriéndose bajo la tierra de aquel camposanto perdido.De vuelta en mi habitación pude adelantar algo de tiempo, pasé a rellenar el papel en blanco con una ferocidad inesperada, las ideas surgían de mi mente de forma inesperada y mis manos dueñas del pánico de mi ser se movían por las teclas de aquella vieja maquina de escribir como los guepardos en busca de carne. Pero la inspiración duró poco, el sonido provocado por una tímida cucaracha me sacó de la profundidad de mi intelecto. Paseándose por encima de la mesa la observé con cariño, recordé entonces mis años como exterminador de insectos, ataviado con gorra y traje marrón recorría el viejo oeste americano en busca de plagas y nidos. Una furgoneta de la empresa me acompañaba en mis exterminios masivos, por las noches regresaba a casa donde Jane me esperaba con la cena caliente y la botella de whisky cerca de las jeringas de morfina. ¡Oh Señor, aquello si que era el jardín divino!

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