miércoles, 19 de marzo de 2008

Hotel Beat. Parte I




La calle estaba desorientada por la niebla, y las farolas agarrotadas por ese basto metal eran obligadas a mantener iluminada una parte olvidada de la ciudad. En ese frío invernal que rodeaba París como el abrazo de dos enamorados me encontraba yo, con un viejo maletín y unas monedas tristes ganadas la noche anterior buscaba con una desmesurada desesperanza el número 9 de la calle Gît-le-Cœur. Según decían era el lugar perfecto para dejar volar mis condiciones de escritor maldito, alucinado y heterodoxo. Mi caminar se hacia lento y cansado, había pasado la noche de bar en bar y la amistad etílica hacia mella en mi desequilibrado ser, me odiaba por todo aquello que había provocado, por todo aquello que no había tenido el valor afrontar ¡demonios! Simplemente era mi vida ¡marica desgraciado! Olvídate de todas tus historias fantásticas, ahora estás solo, debes aparcar el miedo al papel en blanco, ya sabes que es una experiencia tan dolorosa como el corte de la piel con una navaja pero si no escribes morirás, desangrado expulsarás palabras por los hematomas de tu piel. Entre desquicios y locuras llegué al lugar, era un sitio horrible, destartalado y sucio, el edificio parecía estar en las últimas, pequeño y oscuro invitaba a todo salvo al descanso, era perfecto.
Llamando a la puerta me quité el sombrero, mientras lo bajaba a la altura del pecho una mujer de avanzada edad me recibía con una inquietante sonrisa, me obligó a pasar, un pequeño habitáculo servia de recepción, la luz apenas entraba por las ventanas.
A mi izquierda dos antiguos sillones roídos por el paso egoísta del tiempo decoraban el lugar, un paragüero gris y vacío servia de contrapeso a la puerta del lavabo que parecía no querer sujetarse sola.

-¿Americano?- Preguntó la arrugada anciana que regentaba el hotel. Con cara de buena persona asentí desviando la mirada hacia un extraño cuadro que había tras el mostrador.

-Querría una habitación, he pasado la noche de viaje y me gustaría descansar lo antes posible, me conformaría con cualquier cosa que pudiera ofrecerme.

-Dígame su nombre y le daré la llave de la número 28 en seguida.

-William, William Burroughs- La vieja agarró una amarillenta libreta y apuntó mi nombre, a un lado el precio de la estancia. Desde luego era barato, mis colegas ya me habían hablado del hotel, le pagué y subí por las escaleras hasta llegar al estrecho pasillo que escondía la habitación. Una cama y un escritorio ¡genial! Era el lugar idóneo para abrir las puertas de mi mente, sacaría la máquina de escribir y empezaría de inmediato, debía terminar el libro antes de la llegada del verano. Fue mientras me desabrochaba los cordones de mis estúpidos zapatos cuando pude fijarme en las paredes del inmueble, centenares de letras las recorrían de arriba abajo, inconexas en un principio formaban palabras y frases creando una especie de gran poemario estampado en los muros de una vieja prisión. También había pinturas, el dibujo de una joven desnuda en una clara posición erótica presidía una de las esquinas que llegaban a la ventana, tenía un aire melancólico y perdido, pobre Jane, que desafortunada era pudriéndose bajo la tierra de aquel camposanto perdido. El dibujo me hizo recordar mis días de infortunio por las ciudades de las noches rojas, intentaba olvidar, pero el recuerdo triste y doloroso es como una marca que llevas siempre tatuado en la piel, era el número de serie del judío que esperaba su trágico destino en la cámara de gas. Aparté entonces la vista de la pared, supe ya en aquel instante que aquella esquina se había convertido en un lugar maldito, era un viaje a lo peor de mi esencia, a la autodestrucción que desde mi más no tan tierna infancia me había acompañado fielmenente día tras día.

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